lunes, 7 de abril de 2008

Eso (y La Ciudad)

A veces, él la contemplaba. Despacio, su mirada camina sobre ella, en una extraña mezcla de tranquilidad y conocimiento de cada parte de su cuerpo. No la había amado desde el primer momento. Había aprendido a amarla (casi contra su voluntad), tras pasar horas enteras e interminables en el acto más perfecto de contemplación.

Un día se atrevió a hablarle. Quizás ese día comenzó su aprendizaje. Ahora sus horas no se iban en verla, sino en hablarle y escucharla. Ya solo le bastaba verla para saber cómo había sido su mañana, o su día, o su noche. Sabía todo de ella.

Tuvo que pasar mucho tiempo para que él se diera cuenta: no podía ya vivir sin ella. Podía dejar de comer o de dormir o de hacer cualquier cosa por estar con ella. Él la amaba, aunque no lo sabía. Pero todo el mundo se había enterado ya en la ciudad. Es que aquí, como en cualquier lugar pequeño, esas cosas siempre se saben rápidamente.

Solo él parecía no darse cuenta… solo sabía, instintiva y silenciosamente, que nunca se iría de este lugar.


1 comentario:

María del Pilar Cobo dijo...

Margarita, que chévere saber de ti a los años. Un abrazo