miércoles, 17 de octubre de 2007

Lo que no cambia... ¿muere?


Tengo una duda existencial. No me quita el sueño, pero divago alrededor de ella, hablo sobre ella, interrogo en nombre de ella y no logro escucharla a ella: ¿es posible que, abanderados en la inmortalidad que presumimos posee nuestra lengua (hablada, para el caso, por 400 millones de personas), debamos a toda costa impedir que siga su evolución natural que implica un cambio permanente de incursión de vocablos extranjeros, mutabilidad de sentidos para un mismo término y la supresión de palabras o acepciones que ya no son de uso cotidiano? ¿Y quién o qué nos determina cómo debemos usar nuestro idioma y qué cosas ya no son naturales dentro de él?

Es, como un sueño-pesadilla, recurrente. Vuelve a mí cuando creo que he mejorado mis argumentos para defender que el español debe dejarse contaminar de nuevas formas, de anglicismos (que, al menos en nuestro país, son el pan de cada día), de los nuevos usos que le imprimen sus hablantes. A veces me pregunto, además, si realmente estoy consciente de lo que esto implica, sobre todo para una monolingüe como yo (ni les cuento cómo van mis propósitos de medio año), el creer que el español podría desaparecer o mutar en una lengua nueva... y que eso no debe escandalizarme, sino enorgullecerme como beneficiaria, directa y cotidiana, de este idioma tan fantástico.

Quisiera dejar eso claro: el español, como idioma, es alucinante. Tiene reglas muy arbitrarias, como cualquier lengua, pero cada vez que descubro una parte de su lógica, una palabra nueva, un nuevo significado... me enorgullezco de sus posibilidades y me alegra estar lúcida en ese descubrimiento. Pero ella, mi lengua materna, tiene que crecer. Todas las lenguas del mundo son dinámicas. En el momento en que dejan de alterarse, de reproducirse; cuando ya no se dejan seducir por lo nuevo; cuando ya no se inundan de las cascadas de gotas inéditas escritas por los niños que aprenden a conocerla o por el que, por la prisa o por las ganas de aparentar, comete errores o por el artista que juega y recrea con las palabras... ya no puede ser una lengua.

O, al menos, no quiero que sea mi lengua. La que amo. La que limito cuando juego a creer que la domino o la controlo gracias a ciertos libros fantásticos que tengo cerca. La que no siempre puede presumir de buena ortografía pero que siempre comunica. La que no quiero que cambie porque no la conozco, pero la que jamás será igual con cada sol que recorre su vasto hábitat.

Esa.

Con la que me quiero salir del cuadro del pasado, con sus perspectivas lineales tan precisas, para llegar a los nuevos e imprevisibles trazos del futuro, que siempre, siempre nos está esperando.



(P.D.: Sí hubo un detonante, una columna de opinión y otros comentarios que desembocaron en esto, en mi reflexión, que se añeja cada día más, sobre si el español es el próximo griego o latín del que desemboquen tantas lenguas en el futuro. Y sí, por eso tomé prestada la imagen de La Escuela de Atenas, de Rafael.)

martes, 9 de octubre de 2007

Ratificación por el pueblo

El TLC entre Estados Unidos y Centroamérica fue ratificado por su gente. Con porcentajes mínimos entre el sí y el no, que no vamos a discutir en este momento, Costa Rica aceptó unirse al resto en esta travesía. Lo que me parece fantástico es que a ellos les hayan preguntado su opinión, que los ticos hayan hecho un referéndum para acordar el rumbo que tomarían estas negociaciones postergadas. Lo que me sorprende es que haya ganado el sí, debo confesarlo.

Pese a las consecuencias visibles e invisibles de cualquiera que fuera el resultado, este ejercicio que hubo en aquel país centroamericano es la prueba de que tener voz va más allá de poder emitir un sonido o de ser capaz de articular unas cuantas palabras o un discurso. Conlleva, por un lado, la fuerza suficiente para que nos hagamos oír (ojo, no necesariamente la gente quiere escuchar o lo hace, a veces es necesario tener un discurso firme y convincente) y por otro el volumen que se alcanza cuando nos unimos con otros... debemos reconocernos como seres sociales, como parte de un todo... no como fragmentos que deambulan solitarios, emitiando palabras incoherentes o demasiado suaves como para captar la atención del resto.

En este caso es una lucha que duró el tiempo suficiente para lograr que la gente se adueñara y participara en este proceso que, de miles de formas, hace el futuro de los países que caminan bajo estas nuevas leyes comerciales.

¿Sugerencias de blogs? Esta vez hay dos de dos personas, el antes y el después: Tenemos que participar en la historia y Vengo a ofrecer mi corazón de Claudia Barrionuevo en el diario La República. Y de los blogueros de La Prensa Gráfica les recomendamos a Julio Marenco con las Venturas y desventuras de la señorita Democracia y con las Travesuras de Miss Democracy.

Obvio hay miles de notas, editoriales, columnas de opinión, blogs y citas que se pueden comentar desde miles de perspectivas. Así que ya saben que el infinito espacio de esta red que nos mantiene a todos pendientes y despiertos e informados espera por cualquier enlace.

Nos vemos luego y feliz semana

martes, 2 de octubre de 2007

Culpables o inocentes

Mucho se habla (o hablamos) del poder de una palabra. Pero quizás a veces perdemos de vista que lo más importante no radica en la palabra que nos abarca, nos etiqueta o nos representa frente al mundo. Excepto cuando, por la razón que sea, le concedemos un valor más alto que el que tiene una vida humana. Lo pienso cada vez que veo información o busco datos de Madeleine McCann.

En este rincón de la tierra es difícil que ella ocupe titulares de nuestros periódicos (acá hay casos similares constantemente, y aunque la tecnología nos acerque, Inglaterra queda todavía bastante lejos de El Salvador), pero me llama siempre la atención mediática que hay en este caso, y me impresiona todavía más que esto sea con la aceptación de los padres y con la intención de ellos de que no salga este tema de la agenda mediática.

Lo que me preocupa de todo esto es que, tras ser considerados posibles responsables de la (quizás) muerte accidental de su hija, los esposos McCann suelen dar la impresión de estar más pendientes de su imagen ante el mundo que ante su propio proceso emocional frente a la desaparición de la pequeña niña (sí, tal vez está cambiando esta idea). No me lo invento: acá todavía parece escandaloso que hayan ido en avión privado a varias ciudades europeas y un par de ciudades en África, si no me equivoco; se entrevistaron con el Papa; contrataron a un nuevo portavoz (ex editor de un periódico) y buscan abogados que tienen antecedentes de casos difíciles pero de quienes algunos dudan sobre los veredictos que logran sobre la inocencia de algunos.

No, no me lo he inventado. Sí, sigo el caso. Quiero saber qué pasó. Quiero saber cuáles son nuestros pasos como humanidad reflejados en esta situación concreta. ¿Hay esperanza? ¿Hay honestidad? ¿Hay una obsesión por "el qué dirán"? ¿Hay justicia? ¿Hay un estado que vela por la familia pero ante todo por el bienestar de los más pequeños?

No, tampoco pregunto si habrá, después, algún día. Quiero saber si esas cosas existen, si abundan, si son escasas, o si dependen de otras cosas para existir. No, no soy pesimista. Sé que existen. También sé que existirán más adelante. Pero quiero saber qué de todo esto hay en el caso de Maddie. Porque me espanta la globalidad y la naturalidad con la que nos enfrentamos ante algunas palabras, como culpables o inocentes, que en casos como estos guardan más secretos y hasta malas interpretaciones que otros momentos cotidianos. Porque me sorprende la naturalidad con la que los medios muestran, por ejemplo, el video del momento en que un supuesto padre deja a una niña china de pocos años en un aeropuerto en Australia antes de presuntamente partir a Estados Unidos, y la naturalidad con la pocos cuestionan que los papás de la niña británica hayan dejado a tres menores de cinco años solos en una habitación para irse a comer y a tomar vino con sus amigos.

De cualquier forma, sea cual sea la etiqueta que los medios les pongan a los McCann o la que cada uno de nosotros les escriba, solo ellos saben cuál de estas dos palabras los arropa cada noche y los aguarda cada día. ¿Culpables o inocentes?