Duele El Salvador, duele.
No duele. Bueno, sí duele, pero solo porque se sabe que esos porqués son lo suficientemente ciertos como para quitarle a uno el sueño. Y mi intención solo es agregar un par más a una lista bastante acertada de lo que puede rondar en las cabezas de algunos de los que habitamos estos 20 mil y tantos kilómetros cuadrados. (No creo que sea más fácil preguntar, solo aclaro: duele quizás más sentir que no hay una respuesta esperanzadoramente real.)
Por qué no hay transporte público nocturno, ni tarifas especiales para que los usuarios puedan ahorrar o asegurar su idas y venidas por estas calles.
Por qué no hay diversidad de carreras universitarias ni de postgrados. Por qué no puedo estudiar aquí lo que yo quiero estudiar.
Por qué las calles son tan pequeñas que no caben las dos filas de carros parqueados (una en cada sentido) y dos carriles más para circular.
Por qué nuestro Teatro Nacional sigue cerrado.
Por qué no hay espacios públicos seguros donde podamos caminar.
Por qué el centro de la capital no es humanamente habitable ni transitable.
Por qué se hace una orquesta sinfónica juvenil centroamericana y no hay un salvadoreño en ella.
Por qué tengo la sensación de que para poder vivir la vida que quiero debo irme de aquí.
¿Por qué?